Querida Rosaura (Cap II, 1era parte)




Rosaura guardó el barquito de papel que le regaló el tío Agustín en una revista de Magdalena sobre plantas, cultivos y semillas. A los arbustos rosáceos de tallos ramosos, con aguijones, hojas compuestas y flores terminales se los llama rosales”, decía un artículo que la niña observaba detenidamente mirando las imágenes porque no sabía leer. Es que recién había cumplido tres años. Ella se escapaba hacia el patio trasero para escuchar cómo el tío Agustín tocaba el acordeón sentado en una silla de tres patas; allí también se acurrucaba contra la pared, en el piso, vestido de marinerito con un gato en los brazos, su hermano Juan José de siete años. El niño, silencioso, atrapaba la melodía con un gesto de vergüenza que lo empapaba de ternura.

El tío Agustín era obrero de la música pues parecía no tener empleo alguno, sólo criaba cerdos con postura de capataz en los fondos mientras hacía el inventario de sus bienes y efectos, pero lo que más le gustaba era el arte y los instrumentos de viento. Sin duda, era un bohemio escapado de alguna galera de mago. Una imagen insepulta de payador.

Rosaura tenía un triciclo deslucido que había heredado de alguien. Por las noches se paseaba por la vereda de ladrillos, sola en la oscuridad, y se detenía a mirar el cielo. La Cruz del Sur parecía suspendida sobre los campos. Magdalena le había contado, con sueños de evangelización,  que cada una de las estrellas que brillaban era una persona que había fallecido, que se hallaban en una especie de faja de luz blanca y difusa que atravesaba casi toda la esfera celeste, de Norte a Sur, y que nos miraban, tal vez, con los ojos vidriosos y el alma carente de afecto. Eran astros con vida que sentían el peso del llanto en la vastedad del tiempo.


La niña rubia quería saber  cómo los espíritus huían de los cuerpos y podían ascender a grandes alturas sólo para observar los pasos de los seres amados. Ella no entendía de religiones pero llevaba una medallita muy pequeña de la Virgen de Luján. La estampa la acercaba al secreto de la fe con una ilusión casi desgarradora.
-¡Rosaura ven acá!-le gritaba Magdalena.
-Trátala con más dulzura, no ves que es pequeña.-le contestaba Juan con un hilo de voz.

Juan José era muy apegado a su madre, aunque parecía algo díscolo  como Juan. Casi no hablaba y se iba al campo a cazar palomas y liebres; en los terrenos lindantes, frente a los cercos de cinacina, pastaban las vacas y él las observaba, pero esos animales le producían pensamientos melancólicos. Tal vez, estaba celoso de Rosaura porque atraía toda la atención; sin embargo, Magdalena no la protegía tanto. Seguramente, la amaba pero se mostraba distante con la niña que no pedía nada porque, con sus tres años, ya se daba cuenta de que no debía esperar mucho de su madre. La veía obsesionada, como si arañara una ilusión con perfume a incienso y a hojas de retamas.

Magdalena ejercía la autoridad moral y no escuchaba consejos porque se sentía superior; era una persona omnipotente que creía que todo lo hacía bien y despertaba rencores en los demás. Era dispersa, nerviosa, fría… Su familia la consideraba demasiado autoritaria; en definitiva, era como su padre José Shalli. Lo que nadie podía explicar era el hecho de haberse casado con un hombre manso y sin doctrinas. Juan vivía fracturado por la obligación y la timidez, con un destino indisoluble.
-Voy a hacer un guiso de lentejas con panceta y morcillas.
-¡Otra vez!
-Déjame en paz.

-El médico te dijo que trates de comer liviano por el hígado-comentó Juan cansado de las descomposturas de Magdalena.

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